Siendo pequeño, apenas seis años, me habían relatado (y remarcado) la
historia que contaba que Sarmiento ponía por sobre todas las cosas su
responsabilidad y nunca había faltado a sus obligaciones. (“Jamás había dejado
de ir al colegio”, era lo que nos contaban).
Era la hermosa época en que nuestros héroes eran individuos dignos de ser
imitados. Verdaderos prohombres que nos enorgullecían y nos daban un
sentimiento de patria, sabíamos que eran hombres de carne y hueso, con las mismas necesidades que
nosotros, sin embargo las habían superado en aras de una pasión, de una entrega
hacia el prójimo (o sea nosotros) que nos hacía darles un valor especial y
sentir orgullo y necesidad de seguir sus pasos.
Yo estaba imbuido de esa mentalidad de héroes a imitar. Creía a pie
juntillas las historias que mis nobles maestras me habían contado una y otra
vez.
Ese día amaneció lluvioso. El viento era común en mi pueblo. Los truenos
retumbaban a la distancia conformando un cuadro lo suficientemente desalentador
para cualquiera. Excepto para mí.
La historia de Sarmiento había calado hondamente en mi espíritu y, por lo
tanto, pasara lo que pasara no podía faltar al colegio. “Pero Betito
(diminutivo de Alberto que es mi nombre) mejor te quedás en casa, afuera pinta
muy feo” “No, mamá, yo quiero ser como Sarmiento, llueva o truene tengo que ir
al colegio”.
Larga fue la discusión, las idas y vueltas, pero de esa no pudieron
sacarme. Yo tenía que cumplir con mi deber.
Finalmente terció mi abuelita (cuando no las abuelitas) “Dejá, Carmen, que
yo me cambio y lo llevo”.
Eran apenas unas pocas cuadras, diez minutos a pie, por lo que llegamos sin
ningún inconveniente.
Colegio nº 16, de Tres Arroyos (Año 1956). En la puerta estaba la
directora. Me recibió con una sonrisa y mientras yo me dirigía a clases se quedó
conversando con mi abuelita.
Para ir hacia las galerías que daban a los salones tenía que cruzar el hall
de entrada. Siempre tuve muy buen oído, o la maestra lo hizo con intención como
para que la oyera, el asunto fue que oí con total claridad cuando una “docente”
le decía a la otra “Yo no sé qué piensan estos chicos, con el día que hace
podrían haberse quedado en su casa tranquilamente”
Cuando escuché esas expresiones de aquellas que me habían contado y
explicado el orgullo que representaba el ser responsable, siguiendo el ejemplo
de nuestros grandes, como si me hubieran dado una orden por control remoto, me
di vuelta, desanduve mis pasos y tomando de la mano a mi abuela sin dudar
expresé: “Vamos, abuela, vámonos”.
Las dos, la directora y mi abuela, que justamente estaban hablando sobre mi
insistencia en concurrir a clases, quedaron sorprendidas.
Trataron de que les explicara mi decisión pero me empeciné en no decirles
nada. Finalmente la señora Directora insistió en que me quedara. Respetuosamente
obedecí.
Casualmente mi maestra (de quien no voy a poner su nombre porque a ella le
debo muchas cosas muy buenas) ese día se había quedado en su casa.
Me enviaron a otro grado. Era 2º grado donde la Sra. Carrillo desparramaba
su terrorífica presencia entre todo su alumnado. Entendí que fue una especie de
castigo por haber importunado con mi estúpida creencia que “se predica con el
ejemplo”.
Nunca más fui a clases así cayeran cuatro gotas. Aprendí el viejo refrán:
Haz lo que yo digo y no lo que yo hago. Aprendí a creer en las cosas que yo
mismo puedo corroborar. Aprendí a ser un escéptico natural, no de escuela, que
eso es muy estúpido, sino aplicando la lógica.
Aprendí a ver el mundo de otra manera.
Tal vez fue eso lo que quisieron enseñarme aquel día.
Si fue así, pueden tener la seguridad de que lo he guardado para toda la
vida.
Ah… Una sola cosita… Yo sigo priorizando la responsabilidad y creo que más
allá de la historia de Sarmiento, la metáfora es lo que vale. Y lo que uno ha
aprendido, por haberlo vivido, no lo puede cambiar nadie.
Ya no compro buzones.