LA CONSULTA
Abrí la puerta del consultorio y llamé al próximo paciente.
Tal como era de esperar entro una niña, en realidad una
adolescente, acompañada por su madre.
Ya las conocía de consultas anteriores y eran de esos
pacientes que da gusto atenderlos. Educados hasta la exageración, con una
actitud respetuosa hacia el profesional como casi no se ve en la actualidad.
Se me hacía que eran como esas figuras clásicas de las
cerámicas Lladró, estilizadas, lánguidas, casi transparentes.
Ambas solían venir con sendos abrigos largos, de color
pastel, que caían a modo de capa o túnica griega dándoles un aspecto más etéreo
todavía.
Su educación y comportamiento iba de acuerdo a su
apariencia.
“¿Ves esa letra?”
“Si, doctor”
“¿Y esta otra?”
“También, doctor”
Y repetía la palabra doctor luego de cada frase, en un
tratamiento de respetuosidad y buenas costumbres, desgraciadamente
infrecuentes.
La que se atendía era la niña que padecía un pequeño
problema visual.
Ese día se había agregado al dúo un tercer personaje que no
desentonaba con el conjunto: el hermanito menor.
Vestido de punta en blanco parecía una imagen sacada de las
revistas de moda. Una prolijidad y buen gusto en cada uno de los detalles de su
vestimenta.
El niño tampoco se quedaba atrás en lo referente a su
educación. Corto de edad, como era, podía suponerse que su comportamiento fuera
algo más díscolo, sin embargo entró al consultorio en silencio y se sentó al
lado de su madre, obediente, mientras yo procedía a examinar a la hermana.
Mientras interrogaba a la niña, pude observan que el pequeño
le decía algo a la madre en voz baja y esa le hacía un ademán indicando que
esperara.
Continúo con el examen y vuelvo a observar los gestos del
chiquirín que, esta vez, tironeaba del saco de la madre. Esta con gesto adusto
le indicó que se quedara quieto.
Imaginé que el niñito estaba cansado y quería irse, cosa muy
frecuente cuando se obliga a los chicos a concurrir a un consultorio, para
ellos aburrido, y, encima, la atención por algún motivo se alarga.
Pero en este caso la insistencia de niño era muy acentuada y
traccionaba del saco de la madre con fuerza requiriendo su atención. Cuando la
madre lo miró con intención de reprenderlo, el chiquillo, con una voz clara, en
la que se denotaba en forma evidente su necesidad, exclamó, casi gritando:
“¡Mamá… me cago!”
Madre e hija pasaron del blanco mortal al morado en cuestión
de segundos.
Yo, con mi mejor actitud comprensiva le recomendé que
llevara a la pobre criatura al baño, haciendo el esfuerzo por no reír, dada la
situación.
Las dos salieron con el niñito y yo quedé esperando que
volvieran, cosa que no hicieron nunca más.
Perdí, de esa manera, una paciente pero cada vez que
recuerdo las circunstancias me rio solo y me repito: ¡Valió la pena!
CONSULTA II
Doña Josefa era de esas personas que saben vivir.
Le ocurrían cosas como a todo el mundo pero ella las tomaba
con la filosofía que había ganado con la edad y le daba el justo valor, con lo
que vivía feliz y siempre encontraba un motivo de diversión.
El día lunes tenía turno para atenderse conmigo, pero ese
día amaneció con un dolor intenso de un lado de la cabeza y la cara, todo
acompañado de unas nauseas intensas. “Debe ser el hígado” le dijo a su hija
“Mejor esperamos a que se me pase para ir al oculista”
Yo la había operado de catarata del ojo derecho y estaba
feliz con la recuperación de su visión. El dolor era, “por suerte”, del otro
lado.
Y digo por suerte porque lo que menos se le ocurrió pensar
que la culpa no la tenía el pobre hígado sino que era un problema cuyo origen estaba
el ojo izquierdo. Un cuadro infeccioso, violento lo había invadido subiendo la
presión del mismo a valores increíbles, lo que le producía todos los síntomas
que estaba experimentando.
Para cuando consiguió calmar el proceso y me vino a ver ya
era muy tarde.
El ojo estaba perdido y era muy poco lo que se podía hacer.
Le restó total importancia al problema, mientras viera con
el ojo operado todo estaba bien.
El conflicto fue que ese ojo comenzó a traerle problemas. Le
dolía, no la dejaba descansar, era una molestia permanente. Intenté con todos
los medios existentes y no obtuve resultado, Finalmente llegué a la triste
conclusión que no quedaba otra alternativa que quitar el ojo enfermo.
La mujer lo tomó con total naturalidad “total no me sirve y
si me quita las molestias…”
El que no estaba conforme era yo y le pedí que hiciera una
serie de interconsultas intentando encontrar otra solución.
Todos mis colegas llegaron a la misma conclusión de tal
manera que, la señora y la hija, volvieron convencidas y decididas a encarar la
desdichada intervención
Realicé la cirugía y, como dice el refrán, muerto el perro
se acabó la rabia.
La mujer revivió
Nunca vi a alguien tan feliz por haber perdido un ojo.
Se sentía bien. Los dolores intensos, las molestias que la
atormentaban habían desaparecido y podía disfrutar de la buena visión del otro
ojo.
Fue haciendo los controles posquirúrgicos y en una de esas
oportunidades estaba, con el ojo vendado, en la sala de espera y se puso a
conversar con otra paciente que me estaba esperando.
Le toca entrar a ella y me cuenta:
“Recién se me acercó una señora que está para atenderse por
primera vez con usted… me pregunto que tal era y le dije que era muy bueno, me
preguntó como andaba yo y le dije ¡Fantástico! ¿Se imagina? Si le digo que me
sacó el ojo sale rajando”
CONSULTA III
Fue en el tiempo en que me fueron a buscar para que
trabajara en el hospital de uno de los municipios del conurbano. Gente de bajos
recursos que necesitaba imperiosamente la cobertura en los establecimientos
oficiales porque carecía de obra social y mucho menos de prepagos,
El problema era que el único oftalmólogo que tenían no
operaba. Necesitaban a alguien que fuera capaz de hacer cirugías con las
condiciones que brindaba el hospital.
Yo carecía de tiempo pero lo acomodaron para que me fuera
posible y así fui uno de los pocos médicos oftalmólogos que han realizados
cirugías de la especialidad en ese lugar.
Honestamente fue un tiempo hermoso, feliz de poder realizar
mi trabajo a mi estilo (concretamente sin diferencias con el consultorio
privado) y con un grupo humano maravilloso con el que nos amoldamos rápidamente
y disfrutamos de una actividad socialmente indispensable y que uno realizaba
con gusto.
Ya en otra oportunidad voy a contar otra historia que pone
de manifiesto como funcionaba el sistema. Sin embargo, lo que hoy os quiero
referir, resulta una situación graciosa. Graciosa porque el final fue feliz
aunque podría haber sido trágica.
Las asistentes sociales hacían un trabajo encomiable. En uno
de sus recorridos encuentran a un anciano que estaba alojado en un asilo
(geriátrico pero de más bajo nivel) que estaba prácticamente ciego porque
padecía de cataratas y no tenía ni un solo familiar, por lo que estaba
abandonado a su suerte. Las profesionales se encargaron de traerlo para que lo
atendiera y lo siguieron hasta que pude realizar la cirugía.
En ese entonces la operación de catarata se efectuaba con
anestesia general, con lo que me obligaba a programar mi día quirúrgico en concordancia
con las posibilidades de los otros servicios.
Para colmo, por esos tiempos, se estaban modificando los
quirófanos y por lo tanto quedaba uno solo en uso. Así fue que el jefe de
anestesiología ubicó mi operación en primer término, o sea a las 08:00 am. Y me
solicitó que fuera puntual para que no se atrasaran el resto de las cirugías
programadas.
Yo disfrutaba de levantarme temprano. Vivía muy lejos del
hospital y el camino a recorrer era bastante engorroso porque estaban
construyendo una autopista pero todavía faltaba. Sin embargo me divertía mucho
recorrer un camino bordeado de árboles, en donde los troncos estaban cubiertos
de escarcha y mientras yo conducía calentito dentro de mi vehículo afuera el
paisaje parecía un típico lugar del sur de nuestro país, el blanco del hielo le
daba el aspecto de estar cubierto de nieve y era una sensación muy linda.
Llegué de muy buen humor, y a la hora indicada ya estaba
preparado para comenzar a operar. El anestesista realiza un trabajo impecable y
me da el visto bueno para que comience.
A decir verdad fue una cirugía fácil, de esas que no tienen
complicaciones con lo que en muy poco tiempo había terminado. Junté mis cosas
(Yo llevaba el instrumental quirúrgico porque el hospital no tenía) y le dejé
encargado al anestesista que terminara de despertarlo y lo llevara a la sala de
internación. Yo lo iba a controlar antes de irme, pero para no perder tiempo ya
me iba al consultorio externo donde tenía unos cuantos pacientes esperando.
Debían ser aproximadamente las 12:00 cuando la enfermera de
quirófano, una correntina muy graciosa, se asoma por la puerta trasera del
consultorio y me larga:
“Doc. ¿Sabe donde está su paciente… el que operó esta
mañana?”
“¿Dónde?” Pregunté semi alarmado.
“¿En el quirófano?”
“¿Y que hace en el quirófano? ¿Qué le pasó?”
“No lo pueden despertar” Y haciendo una sonrisita cerró la
puerta y se fue.
Ni pensarlo dos veces, dejé todo lo que estaba haciendo y
corrí hacia cirugía.
Cuando llego me encuentro con el jefe de anestesia. Me hizo
seña que me tranquilizara y me explicó:
“No lo podíamos despertar, pero recién se nos ocurrió pensar
que el señor debe tener un problema congénito en donde le falta una enzima que
es la que hace que el anestésico desaparezca rápidamente del organismo. Al no
tener este componente los fármacos siguen actuando y no lo despertamos ni por
casualidad”
“¿Y”
“Quedate tranquilo, le hacemos una pequeña transfusión de
sangre fresca y se despierta enseguida”
Efectivamente así fue la cosa. Le pasaron unos centímetros
cúbicos de sangre que trajeron del banco y en minutos comenzó a dar síntomas de
recuperación.
Me fui más relajado y quedé en controlarlo al día siguiente.
Cuando volví al otro día lo encontré feliz, desayunando.
Lo salude y le pregunté como la había pasado.
“Fantástico doctor” Yo ya le había sacado la venda y el
hecho de comenzar a ver lo animaba más todavía.
Lo revisé y le di las instrucciones en relación a como debía
continuar durante el posquirúrgico.
Y fue en ese momento en que el viejito, con una sonrisa, me
dice:
“¿Sabe una cosa doctor? No sentí nada… pero nada de nada…
Seguro que usted me
dio algo para dormir. ¿No?”
No respondí, no sabía si reír o contarle lo que había
pasado.
Preferí dejarlo así, ya le explicaría cual era su problema
para que no se le fuera a repetir.
CONSULTA IV
Recién dábamos nuestros primeros pasos en la oftalmología.
Nuestro jefe nos había confiado la atención en un
consultorito que el conducía en una clínica que tenía bastante movimiento
El sitio de atención era pequeño y apenas si alcanzaba para
recetar un anteojo y revisar un ojo con un solo instrumental.
En esa época el control de la presión ocular se hacía con un
aparatito que requería que el paciente se acostara en una camilla.
Con mi esposa (atendíamos juntos) teníamos un sistema para
acelerar la atención. Cuando alguien tenía que hacer un fondo de ojos y/o
controlar su tensión ocular yo lo llevaba a alguno de los consultorios que
había en la parte posterior de la clínica. Era una zona donde había una serie
de consultorios que habitualmente nadie ocupaba, lo que me permitía hacer la
medición, le colocarle las gotas para dilatar las pupilas y lo dejarlo
esperando a que hicieran efecto. Mientras tanto, mi esposa, continuaba con la atención.
Yo me le unía y a los 20 o 30 minutos iba de nuevo a ver al paciente que
esperaba y le efectuaba el examen del fondo de ojos sin interferir con las
otras consultas.
El sistema funcionaba.
Viene un paciente que tenía un trastorno circulatorio en una
de las venas del ojo izquierdo, justamente había que seguir su evolución con el
examen de su fondo de ojo. Es así que lo llevo al consultorio trasero, le
controlo la presión y le coloco las gotas. Le explico que tiene que esperar a
que hagan su efecto.
Fue un día muy ajetreado y atendimos una cantidad importante
de personas. Terminamos nuestra atención. Acomodamos lo que quedaba en el
consultorio y nos fuimos. Saludamos de pasada a la gente de admisión y salimos
de la Clínica.
Subimos a nuestro autito que estaba estacionado muy cerca y
nos dirigimos por una avenida que nos llevaba hacia la casa de mis padres. Era
la costumbre.
Habríamos hecho aproximadamente unas veinte cuadras (2 Km) y
se me ocurre pensar que no recordaba haber guardado el tonómetro (Instrumental
para tomar la presión).
“Che, Mirta ¿Dónde dejé el tonom…? ¡El paciente… me olvidé
el paciente!”
“¿Qué paciente?”
“¡El que dejé dilatando, me lo olvidé en el consultorio del
fondo!”
Justo en el camino había una rotonda (Glorieta en España),
giré y retorné a la mayor velocidad que pude volviendo hacia la Clínica.
Justo en el momento en que estacionaba vi que el señor
olvidado salía del edificio.
Me vio y me saludó con la mano.
Ya se iba pero se detuvo y haciendo bocina con las manos me
gritó:
“¡Doctor, el aparatito para tomar la presión se lo dejé a
las chicas en admisión!!!”
Es cierto, eran otros tiempos.
CONSULTA V
Era la época en que había un lenguaje social y uno familiar.
Niño no debes decir malas palabras. Y había un sinnúmero de términos
considerados malos que no se podían utilizar en la conversación habitual. En
confianza esas palabras podían usarse si la situación lo ameritaba.
Todos sabíamos las sinonimias y usábamos el lenguaje que
correspondía. Sir por distracción o descuido se nos escapaba alguna expresión
inadecuada sentíamos una tremenda vergüenza y hasta en ocasiones pedíamos
disculpas por el término utilizado. Mucho más cuando con quien hablábamos era
un desconocido.
No voy a entrar a discutir si era mejor o peor. Si, es
evidente, que cualquier individuo tenía un bagaje de términos mucho más amplio que
en la actualidad y eso facilitaba tremendamente la comunicación.
Pero la historia que mereció esta introducción ocurrió en un
hospital de pueblo donde el azar me había llevado a prestar mis servicios.
Sale un señor después de una consulta con el urólogo y se
dirige a la recepción.
En ese momento no estaba la titular y transitoriamente la
cubría la radióloga que, cuando no tenía trabajo, iba a conversar con sus
compañeras de admisión.
“Si señor… ¿En que lo puedo ayudar?”
“Necesito que me anote para una cirugía”
“Como no… dígame ¿De que lo van a operar?”
“El doctor sabe”
“Hay… es que el doctor se acaba de ir. Dígame usted”
“Bueno… Usted anote una cirugía para el martes”
“Ya lo sé… pero me tiene que indicar que tipo de cirugía”
“El doctor… el urólogo me va a operar”
“Ya entendí señor pero ¿De qué? ¿Qué cirugía le va a hacer
el urólogo”
El hombre miraba hacia el consultorio esperando ver la
figura salvadora del médico pero nada… Estaba solo… a su suerte…
Con cara de desesperación y como una explosión exclamó:
“Bueno… De lo huevos… que les dicen…”
La empleada no respondió. Se escondió en el baño y no volvió
a salir hasta que no llegó la encargada oficial que llevó la cosa adelante como
pudo.
El martes la cirugía fue un éxito y los testículos del señor
volvieron a estar en sus mejores condiciones.
CONSULTA VI
En el hospital donde hice mis primeras armas el sistema de
atención era el siguiente: Se apilaban las historias clínicas sobre un
mostrador alto y cada uno de los médicos del servicio iba tomando la que
quedaba arriba. De esa manera no había elección de médico, a un paciente podía
tocarle cada vez un oftalmólogo distinto o repetir alguno dos, tres o más
veces, según le cayera la suerte.
La opinión de nuestro jefe, muy bueno para algunas cosas y
muy malo para otras, el sistema hacía que la gente que quería que lo atendiera
siempre un mismo médico tenía que concurrir a su consultorio privado En el
hospital no tenía elección. Una idea bastante estúpida pero que cuando yo dejé
de concurrir a ese servicio se seguía aplicando.
Por ese entonces tenía un compañero de trabajo que era
tremendamente ansioso. El hacía todo a las apuradas. Pues bien, llama al
paciente primero de la montaña de historias clínicas y pasa una viejita,
pequeña, con su bolsito a cuesta. En ese momento lo llaman, a mi colega, y
entonces este le indica a la señora que pase y se siente en uno de los aparatos
que usábamos para revisar los ojos.
Este instrumental, que todavía hoy se usa, es una especie de
microscopio binocular, con una luz paralela al observador, lo que permite ver
el ojo algo así como 40 veces más grande. En ese momento este aparato estaba
montado sobre una mesa que subía y bajaba por un sistema que consistía en un
gran tornillo central que se lo hacía girar con una especie de rueda, de manera
que subiera o bajara según la necesidad. Generalmente estaba muy bien aceitado
ya que el instrumental era pesado y así se facilitaba su movimiento.
La ancianita entró y se sentó obediente en uno de ellos y
esperó la llegada de mi colega.
Este se desocupa y viene apurado, como siempre, y sin mediar
palabra, al ver que la anciana era pequeña, toma la rueda y le imprime un
movimiento rápido. El aparato comenzó a descender con cierta velocidad.
La viejecita que hasta ese momento no había dicho una
palabra, comenzó a gritar:
“¡Los huevos, doctor, los huevos!”
Nadie entendía que sucedía pero todos fuimos a ver que
podíamos hacer y allí descubrimos que la ancianita había colocado su bolso
sobre la falda y la mesa al bajar rápidamente lo había aplastado. Lo malo es
que dentro del bolso la viejecita traía una docena de huevos, de los que no
quedo ni uno sano.
La señora aprendió a tener más cuidado para elegir el lugar
donde ponía sus huevos y el médico siguió siendo el mismo atosigado de siempre,
aun en la actualidad.
CONSULTA VII
El hombre cumplía con todos los requisitos que una buena
familia requiere.
Una esposa, dos hijos, una buena posición, una edad en la
que los ímpetus de la juventud se han calmado, y un nivel de urbanidad propio
de otros tiempos.
Todo se complementaba con una familia de esas de las
películas de Hollywood. Una esposa que cuidaba a sus hijos como la gallina a
sus pollitos, una parejita de niños que podían formar parte de una revista de
modas y el, padre y marido orgulloso, un individuo correcto y respetuoso,
conformando un hogar modelo.
Armando, que así se llamaba, concurrió un día a mi
consultorio porque notaba una cierta disminución en su visión.
Su hijo más pequeño compartía el colegio con el mio, por lo
que teníamos una cierta amistad.
Lo hago pasar y, efectivamente, compruebo que había una
merma en su visión. Nada preocupante y que no se corrigiera con un buen par de
anteojos.
Le hago la indicación y le pido que cuando los tenga hechos
los traiga para que yo los controle, cosa que, por supuesto nunca hizo.
Pasan unos meses y nos encontramos en una fiesta de
cumpleaños que organizaba otro de los chicos del colegio. Me saluda afablemente
y espera discretamente a que el resto de la familia se reúna con los otros concurrentes
y él pueda quedar conmigo a solas.
Se me acerca discretamente y en voz baja me pregunta:
- Alberto,
los anteojos que voz me recetaste ¿Agrandan? –
- No
Armando, no. Los anteojos que te receté simplemente te hacen ver mejor. Con más
nitidez. ¿Por qué, que te ocurre? –
Y allí fue donde me dio la respuesta
que yo menos hubiera esperado.
- ¡Que lo parió! ¡La de gomas que me estaba
perdiendo! –
CONSULTA IX
En ese entonces yo trabajaba en una clínica que quedaba en
un pueblo que estaba a unos 75 Kms de Buenos Aires.
Todavía no me había recibido de oftalmólogo y me la
rebuscaba trabajando de médico clínico, cubriendo la guardia.
En esa época se había roto la ambulancia y por l tanto para
poder hacr los controles domiciliarios habían contratado a un taximetrero. Un
tipo canchero, muy divertido, que conocía a todo el pueblo y las costumbres de
sus pobladores.
La gracia era que había aprendido la palabra priapismo. El
priapismo es una enfermedad que produce una erección permanente, dolorosa, y
evidentemente extremadamente molesta, pero él la había tomado por el lado de la
broma y le pedía a todo el mundo que le consiguieran un virus del priapismo
porque a él le hacía falta.
Su mayor diversión era pedirles a las enfermeras, que no
sabían de que se trataba, que fueran a solicitarles a los médicos alguna
muestra gratis de priapismo. No les cuento las caras de las pobres cuando
volvían después de haber pasado el papelón de hacerle el pedido a cualquiera de
los médicos de la clínica.
En una oportunidad habíamos salido a hacer una visita a
domicilio y cuando volvíamos el hombre a una de las enfermeras de mayor edad
que trabajaba en la clínica. Me pide permiso para llamarla y alcanzarla hasta
su trabajo, cosa que acepte de buen gusto.
Sube la mujer y lo primero que este le larga: “María, vos
que sos la mas canchera ¿Por qué no me conseguís un poco del virus del
priapismo, que me anda haciendo falta?”
Siempre recuerdo los ojitos de pícara de la enfermera cuando
le respondió: “Mirá, Antonio, que es eso no tengo ni idea, pero si querés, lo
que tengo es una paciencia bárbara”
Yo me reí hasta que llegamos a la clínica y él nunca más
volvió a repetir la broma.