Llegó un día.
Un día cualquiera.
Se notaba que la había pasado mal y se acurrucó bajo unos
andamios que habían puesto unos albañiles que, a la sazón, estaban trabajando en mi
casa.
Lo hicimos entrar en casa. Lo bañamos (en realidad lo baño
mi suegro). Siempre con la precaución de no saber que tipo de carácter tenía.
Resultó ser lo más bueno que he conocido en toda mi vida.
Fue el mejor amigo de mi hijo pequeño.
Fue mi mejor amigo.
Una sola anécdota lo pinta a las claras.
Le quedaba como rezago de su vida de callejero el enfrentar
a cuanto perro veía.
Era algo instintivo que lo hacía pelear con sus congéneres.
En una oportunidad se escapó de mi cuidado y fue a
enfrentarse con unos perros que tenía el vecino.
Fui a buscarlo y lo traje a la fuerza.
Era grande pero lo levante y lo traje para casa entre los
brazos.
Enfurecido abrió la boca dispuesto a morder.
En ese momento vio quien lo sostenía y quedó con la boca
abierta, sin cerrarla, sin esgrimir una protesta.
Se nos fue hace mucho tiempo.
Sin embargo no se fue nunca. Nos dejó la enseñanza de su
agradecimiento, de su amistad, de su lealtad inquebrantable.
Hoy te recuerdo amigo.
En realidad siempre te recuerdo. Hoy apenas es un mínimo homenajearte.
Pido disculpa si he cometido errores, escribo esto con los
ojos llenos de lágrimas.