Estaba en el escaparate de una casa de antigüedades. Cada
vez que pasaba juan la miraba y se decía para sí que algún día podría tenerla. Era
una estatuilla pequeña y vaya a saber quien la había creado o a quien había
pertenecido. Durante mucho tiempo Juan pasaba y se detenía a mirarla. A veces
hasta desviaba su ruta para quedarse un rato contemplándola. Juntó el dinero
con sacrificio, se privó de algunas cosas que le gustaban para llegar a la suma
de dinero que el anticuario le había dicho que costaba. Moneda tras moneda fue
poniendo en un recipiente que solo estaba destinado para ese fin. Una a una,
monedita tras monedita, día tras día hasta que llegó el momento. Juntó el
dinero y corrió a comprarla. Creyó que el mundo desaparecía cuando no la vio en
la vidriera. No podía ser. No ahora. Entró desesperado y al borde del llanto le
suplicó al vendedor. Este lo miró sonriendo y abriendo un gran mueble que tenía
en el fondo trajo la preciada estatuita. Como nadie la compraba había decidido
retirarla de la exhibición. Juan respiro aliviado. Cuando la tuvo en sus manos
fue como haber tocado el cielo. No lo podía creer. La llevó a su casa y la
colocó en un lugar que había preparado de antemano, un sitial de honor. Juan
vivió amando su estatua, todos los días se sentaba frente a ella y se sentía
feliz, pero Juan envejeció y un día cualquiera se murió tan mansamente como
había vivido.
No tenía descendientes y unos familiares se hicieron cargo
de sus pertenencias.
Che, y con esta porquería ¿Que hacemos? Pregunto uno de los
primos lejanos de Juan.
Escuchame esto está lleno de porquerías. ¿Qué te parece si
las rematamos a todas? Algo vamos a sacar.
Buena idea.
Dos semanas después de la muerte de juan se remataron todas
sus pertenencias. Por la estatuita dieron unos pocos billetes. Pero claro. ¿A
quién le podía interesar esa miserable estatuita que ni siquiera tenía
suficiente material como para aprovecharla para otra cosa? Por suerte por las
sillas dieron algo más.