Había una vez un
hombre que abrió su pecho para que todos pudieran ver su corazón.
Había una vez un hombre que abrió su pecho para que todos
pudieran ver su corazón. Había puesto lo mejor de si y quiso brindárselo a
todos. Pero nadie se detuvo. Ocupados como estaban a todos les pasó
desapercibido.
Cada uno en lo suyo competía por ser el mejor. ¿Alguien
mostrando su alma? ¡Que absurdo!
No importa pensó el hombre y preguntó ¿Cómo se hace para
llegar a los demás? Y le dijeron debes ser visceral. Buscar los golpes bajos,
aquello que a todos les llega. No insistas con tus tonterías porque por más que
sean un obsequio a nadie le va a importar.
Entonces trató de torcer el rumbo. Pero no pudo. El no podía
mentir. No podía ser quien no era. Y entonces se dio cuenta que todos los demás
mentían y se mentían a si mismo y les gustaba vivir en un mundo de ilusiones
que les hacia creer que ocupaban un lugar en el mundo.
Rió, rió con ganas. Pobres, se dijo. Y continuó su camino. Los
demás fueron quedando atrás con sus miserias.
Y cuando se hubo alejado lo suficiente abrió sus brazos,
lentamente fue tomando vuelo y se alejó como lo hacen las aves hasta
transformarse tan solo en una manchita que apenas si se distinguía desde el
suelo.
